Iba de permiso una hermana de un convento de claustro camino a su casa. Estaba muy cansada de tanto caminar y, tenía mucha hambre. Llegó a un pueblecito no muy habitado donde había una casa solitaria rodeada de flores y árboles grandes.
-Buen día de Dios, hermana, es posible que pueda darme un sitiecito para pasar la noche? , -preguntó a una señora muy mal encarada, quien con una escoba en mano abrió la puerta y la hizo pasar.
- Adelante, pero debo advertirle que en esta casa no puedo darte más que cobijo por una noche y de alimentos, ¡imposible!, soy sola y no tengo nada ni a nadie.
-No te preocupes hermana, te atenderé por este día, y mientras tanto prepararé un delicioso potaje con lo que se pueda encontrar.
Había unas flores frescas encima de la mesa, las cogió y en una olla empezó a guisarlas con un poco de agua.
- Mis flores- , gritó la anciana.
-Hermana, tendrá un poco de sal? - le dijo -
La señora jamás había visto a alguien cocinar las flores, se rió para sus adentros y luego le dio la sal que pedía, movió y movió hasta que poco a poco empezó a hacerse como un caramelo.
-¿Es posible que haya un licorcillo? - le dijo -
La señora no salía de su asombro y mientras atizaba la leña y veía como llena de alegría la hermana de claustro hacía el mejunje, le alcanzó un poco del cognac.
-Tengo una cebolla y unos champignones -le dijo.
Y así moviendo, moviendo, hizo un guiso de lo más sabroso y tuvieron una comida fenomenal. Pronto contó a sus vecinos lo que la monja le había enseñado y todos querían comer en casa de la mujer que a partir de entonces, sonrió y no volvió a estar sola.
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